¡Qué título tan hortera!, pero es instrumental que es lo que de verdad importa.
Claramente uno de los mayores placeres de la vida es escuchar un pequeño concierto de Jazz con su melodía a veces fuera de tiempo y compás, con notas que en total disonancia consigo mismas y entre ellas dan lugar a una gran armonía, pequeños arpegios que pueden sonorizar un día gris por completo en pequeñas gotas de lluvia de colores, como si el mismo arco iris decidiese deshacerse entre la lluvia y repartirse entre todos los humanos.
Vamos lo que se llama una sinfonía de color y gracia, unida al verdadero sabor del chocolate, más dulce más amargo, con relleno o con frutos secos, blanco, con leche o negro.
Últimamente me llama muchísimo la atención el Jazz fusión, poca gente sabe que lo escucho ya que poca gente comprende en esencia mis eclécticos gustos, y en especial Flamenco Jazz, descubierto hace dos días –como aquel que dice- por mi y del cual empiezo a engancharme.
El chocolate, este si que es el gran placer, más allá de fumar, bailar, una ducha de agua caliente en pleno invierno o que te pille un aguacero en pleno verano y te cale entero, es algo más que la buena gastronomía y solo se encuentra a un escalón más o menos de lo que conocemos como buen sexo –los pocos que lo conozcan-. Mi preferido, sin duda alguna, chocolate negro 60% pureza -creo- relleno de almendras y si esto se acompaña por un buen vino –un tinto no demasiado joven ni astringente- o incluso un moscatel –a granel, el que compraban nuestros abuelos para las visitas- ya pierdo “el sentío”.
Pienso en Nueva York, pienso en los años 20, en todas esas películas y series el cual el/la protagonista es un pequeño hedonista habituado a pequeños lujos en ciudades cosmopolitas que aún con un sueldo mediocre puede lograr vestir de las mejores firmas ir a los mejores pubs y probar lo mejor gracias a sus contactos o incluso a un/a mecenas de su gula hedonista la cual da lugar a un sinfín de buenas anécdotas vistas para revista.
Y a mi alrededor pocas zonas así, no veo Jazz –ni la fusión-, ni el chocolate –y mucho menos las almendras- no consigo acertar con el buen vino y mi moscatel ha pasado a ser puro coñac –algo que no seria del todo malo si no fuera por que no me gusta el coñac, no soy gran bebedor (aunque últimamente la gente opine lo contrario)-. Al menos –eso si- no me puedo quejar, últimamente la compañía son buenos mecenas del placer y con eso hay un buen punto a favor. Hecho que no implica que yo no empiece a moverme y abogue por un antro decadente donde el Jazz Fusión, el lino y la seda, el bueno vino, las tapas de chocolate Belga y los buenos cigarros se reunan para dar lugar a esa sinfonía de colores a la que llamo, PLACER.
Claramente uno de los mayores placeres de la vida es escuchar un pequeño concierto de Jazz con su melodía a veces fuera de tiempo y compás, con notas que en total disonancia consigo mismas y entre ellas dan lugar a una gran armonía, pequeños arpegios que pueden sonorizar un día gris por completo en pequeñas gotas de lluvia de colores, como si el mismo arco iris decidiese deshacerse entre la lluvia y repartirse entre todos los humanos.
Vamos lo que se llama una sinfonía de color y gracia, unida al verdadero sabor del chocolate, más dulce más amargo, con relleno o con frutos secos, blanco, con leche o negro.
Últimamente me llama muchísimo la atención el Jazz fusión, poca gente sabe que lo escucho ya que poca gente comprende en esencia mis eclécticos gustos, y en especial Flamenco Jazz, descubierto hace dos días –como aquel que dice- por mi y del cual empiezo a engancharme.
El chocolate, este si que es el gran placer, más allá de fumar, bailar, una ducha de agua caliente en pleno invierno o que te pille un aguacero en pleno verano y te cale entero, es algo más que la buena gastronomía y solo se encuentra a un escalón más o menos de lo que conocemos como buen sexo –los pocos que lo conozcan-. Mi preferido, sin duda alguna, chocolate negro 60% pureza -creo- relleno de almendras y si esto se acompaña por un buen vino –un tinto no demasiado joven ni astringente- o incluso un moscatel –a granel, el que compraban nuestros abuelos para las visitas- ya pierdo “el sentío”.
Pienso en Nueva York, pienso en los años 20, en todas esas películas y series el cual el/la protagonista es un pequeño hedonista habituado a pequeños lujos en ciudades cosmopolitas que aún con un sueldo mediocre puede lograr vestir de las mejores firmas ir a los mejores pubs y probar lo mejor gracias a sus contactos o incluso a un/a mecenas de su gula hedonista la cual da lugar a un sinfín de buenas anécdotas vistas para revista.
Y a mi alrededor pocas zonas así, no veo Jazz –ni la fusión-, ni el chocolate –y mucho menos las almendras- no consigo acertar con el buen vino y mi moscatel ha pasado a ser puro coñac –algo que no seria del todo malo si no fuera por que no me gusta el coñac, no soy gran bebedor (aunque últimamente la gente opine lo contrario)-. Al menos –eso si- no me puedo quejar, últimamente la compañía son buenos mecenas del placer y con eso hay un buen punto a favor. Hecho que no implica que yo no empiece a moverme y abogue por un antro decadente donde el Jazz Fusión, el lino y la seda, el bueno vino, las tapas de chocolate Belga y los buenos cigarros se reunan para dar lugar a esa sinfonía de colores a la que llamo, PLACER.